Se nos ha muerto Almudena Grandes. Se nos ha muerto a quienes leíamos sus artículos -cuya recopilación tiene un título inquietante: La herida perpetua-, a quienes leemos sus libros, a quienes la escuchábamos con interés cada vez que nos la encontrábamos en la radio o en la televisión para decirnos que se negaba a olvidar y a falsear la verdad, porque “omitir las verdades no es otra cosa que una variedad refinada de la mentira”, como dice El lector de Julio Verne; en esas entrevistas frescas, risueñas y muy comprometidas nos confesó que en los libros se vive más que en la vida cotidiana, nos advirtió de que cualquiera puede llegar a tener el corazón helado, nos aclaró que los besos en el pan eran una señal de respeto por la escasa comida que se ponía en la mesa de los pobres. Nos presentó modelos de mujer, cuyos nombres, a veces, podían recordarnos un tango. Nos enseñó que se puede hacer un atlas de geografía humana y que una, llamada Manolita, puede organizar hasta tres bodas.
Todo empezó en 1989, cuando Lulú nos despertó, nos encandiló y nos limpió las telarañas pacatas que nos envolvían a pesar de haber dejado atrás 40 años de grisura, miseria y censura.
Y todo ha terminado demasiado pronto -o eso pensamos quienes la veíamos como una voz valiente que hacía decir a uno de sus personajes de El lector de Julio Verne: “El miedo también excluye la dignidad, la generosidad, el sentido de la justicia, y llega incluso a perjudicar la inteligencia, porque altera la percepción de la realidad y alarga las sombras de todas las cosas. Las personas cobardes tienen miedo hasta de sí mismas”.
Ella no era cobarde, ni mucho menos triste y nos lo hizo saber a través de otro personaje, en este caso Manolita, la de las tres bodas: “Con el tiempo comprendí que la alegría era un arma superior al odio, las sonrisas más útiles, más feroces que los gestos de rabia y desaliento”.
Se nos ha muerto Almudena Grandes, la escritora que se echó a la espalda, con el rigor de la historiadora y la pasión de la novelista, la tarea de dar voz a quienes perdieron. Así, inició un proyecto galdosiano para contarnos esas vidas truncadas, una especie de Episodios nacionales a su manera: Episodios de una guerra interminable.
No ha tenido tiempo de terminarlos: se nos ha muerto demasiado joven. Pero nos ha dejado una herencia; la herencia de una mujer comprometida, coherente y con muchas ganas de vivir; que merece protagonizar otro de los títulos de sus novelas: Almudena y la alegría.