Sor Juana Inés de la Cruz y mi abuela.

Paseando hace dos domingos por el parque del Oeste y sus alrededores, me encontré con esta estatua. Un homenaje del pueblo de México a Sor Juana Inés de la Cruz en Madrid. Al verla, no pude resistir la tentación de fotogtafiarla porque me trajo a la mente las redondillas que oí por primera vez en labios de mi abuela, mujer adelantada para su tiempo. Ella quiso ser algo en la vida; su maestro les dijo a sus padres «la niña vale para estudiar. Si ustedes se ocupan de su manutención, haré de ella una maestra». Mis tatarabuelos –mucho menos modernos y más necsitados que ilustrados- dijeron que la niña debía ayudar a su madre y se quedó en casa.
Mi abuela Concha –a ella le debo mi nombre y el empuje para estudiar con beca en tiempos en los que si no la tenías, tu destino era ponerte a trabajar enseguida- se resignó mal a este corte de alas. Por eso leía cuando caía en sus manos, se aprendía de memoria poemas enteros que, de mayor, escribía obsesivamente para no olvidarlos. A mí me enseñó canciones de su época –de ahí mi afición a la copla, por ejemplo- y juntas recitábamos poemas. Así fue cómo aprendí estos versos que la estatuta de Sor Juana me trajo a la memoria y a la voz (siempre los recito en voz alta).

Por otro lado, ¡cuánta actualidad tienen! Es posible que la forma nos suene arcaica, pero ¿qué hay que reprocharle a esta redondilla?

¿O cuál es de más culpar,
aunque cualquiera mal haga;
la que peca por la paga
o el que paga por pecar?

Para quienes no conozcan la tirada completa, aquí va, con mi gratitud a estas dos mujeres: la abuela Concha y sor Juana Inés de la Cruz.

Redondillas

Hombres necios que acusáis
a la mujer, sin razón,
sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpáis;
si con ansia sin igual
solicitáis su desdén,
por qué queréis que obren bien
si las incitáis al mal?Combatís su resistencia
y luego, con gravedad,
decís que fue liviandad
lo que hizo la diligencia.

Parecer quiere el denuedo
de vuestro parecer loco,
al niño que pone el coco
y luego le tiene miedo.

Queréis, con presunción necia,
hallar a la que buscáis
para prentendida, Thais,
y en la posesión, Lucrecia.

¿Qué humor puede ser más raro
que el que, falto de consejo,
él mismo empaña el espejo
y siente que no esté claro?

Con el favor y el desdén
tenéis condición igual,
quejándoos, si os tratan mal,
burlándoos, si os quieren bien.

Opinión, ninguna gana,
pues la que más se recata,
si no os admite, es ingrata,
y si os admite, es liviana.

Siempre tan necios andáis
que, con desigual nivel,
a una culpáis por cruel
y a otra por fácil culpáis.

¿Pues como ha de estar templada
la que vuestro amor pretende?,
¿si la que es ingrata ofende,
y la que es fácil enfada?

Mas, entre el enfado y la pena
que vuestro gusto refiere,
bien haya la que no os quiere
y quejaos en hora buena.

Dan vuestras amantes penas
a sus libertades alas,
y después de hacerlas malas
las queréis hallar muy buenas.

¿Cuál mayor culpa ha tenido
en una pasión errada:
la que cae de rogada,
o el que ruega de caído?

¿O cuál es de más culpar,
aunque cualquiera mal haga;
la que peca por la paga
o el que paga por pecar?

¿Pues, para qué os espantáis
de la culpa que tenéis?
Queredlas cual las hacéis
o hacedlas cual las buscáis.

Dejad de solicitar,
y después, con más razón,
acusaréis la afición
de la que os fuere a rogar.

Bien con muchas armas fundo
que lidia vuestra arrogancia,
pues en promesa e instancia
juntáis diablo, carne y mundo.

Un recuerdo para estas dos mujeres y para todas las que tratan de volar más allá de los límites de su realidad cotidiana.

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