Hace unos días comentábamos #MaríaPilarCarilla ―compañera/cómplice― y yo que las personas que llevamos tantos años enseñando (yo 51, ya sabéis) deberíamos revisitar lo que hacíamos en nuestras aulas cuando solo existían el ciclostil, las transparencias o las fotocopias y, a veces, ni eso. Solo podías echar mano de tu imaginación, de tu capacidad de teatralizar una idea, una regla, un modismo para que tu clase, casi siempre plurilingüe y pluricultural, pudiera comprender, asimilar, recordar más fácilmente lo que ese día tocaba. Así pues, a mí, ser teatrera me ayudó mucho: ver que a la profesora no le costaba esfuerzo «payasear» soltó muchas timideces. Obviamente, no todas.
Estoy segura de que muchas personas de esas clases, tan enriquecedoras para mí, pensarían: Esta profesora está loca. Yo lo que quiero es que me explique las reglas de la gramática. Y también tenían razón. Digo ‘también’ porque su razón no menoscababa la mía. Por eso, desde muy jovencita, me puse a aprender gramática teórica, gramática normativa. ¿Y por qué desde muy jovencita me puse a una tarea tan ardua? Muchas personas que han asistido a mis clases, talleres o webinarios se saben la respuesta. Y es que no hay nada mejor que una buena pregunta, cuya respuesta no sabes, para espolearte, para darte una patada en salva sea la parte, para ponerte las pilas y aprender para la próxima vez que te pregunten.
¿Os cuento cómo empezó todo? ¡Venga!
Yo iba a hacer mi último examen de Lingüística General II un día de finales de junio de 1974. En la puerta del aula donde iban a comprobar si merecía el título de Licenciada en Filología Románica había un cartel que decía más o menos:
Yo lo vi, tomé nota, me ilusioné y decidí presentarme.
El día indicado allí estaba yo como un clavo. Y lo mismo que yo, tropecientos compañeros y compañeras con las mismas expectativas e ilusiones. ¿Qué sabía yo de enseñar español a extranjeros? Y esto fue lo que nos dijeron:
¿Cómo salí del apuro? Siendo teatrera, como os he comentado antes. Pensé que si hacía que se sintieran bien y les pedía que actuaran conmigo, que me siguieran, algo sacaríamos todos. En esos tiempos los libros más usados eran el Español 2000 y el Español en directo. Y bueno, hice lo que pude.
Antes de saber las notas definitivas del quinto y último año de la carrera, ya me habían avisado para que me presentara en los Cursos para Extranjeros ―así se llamaban entonces― de la Universidad de Salamanca, porque me habían seleccionado tras esa prueba que me unió para siempre a mi vocación.
Tras los meses de julio y agosto, en los que parece que tuve encuestas de evaluación muy positivas, me llamaron para seguir trabajando en el Colegio de España. Con el ego un poco inflado ―para qué nos vamos a engañar―, volví a presentarme. En esta ocasión, me dieron de nuevo un curso (cuatro horas) para principiantes de los que hoy calificaríamos de A2 y una hora de conversación con un grupo de profesoras y profesores de un C1, según la clasificación actual. Todo iba muy bien hasta que una tarde un profesor levantó la mano y me preguntó: Concha, ¿cuál es la diferencia entre ‘deber + infinitivo’ y ‘deber de +´infinitivo’?
¡Glups! ¡Tierra, trágame! En los meses de verano me había sentido una profe guay, cercana a su alumnado, con buena onda y ahora me encontraba sin saber qué decir. Por muy buenas notas que hubiera obtenido anteriormente en Gramática Histórica, no sabía dar la respuesta que ese profesor necesitaba. Y atrevida, contesté: En la lengua hablada los hablantes las confunden. No era mentira, incluso era muy verdad, pero no era una respuesta profesional. El profesor, tímidamente, me dijo, pero sí que hay una diferencia de uso. Y yo, tras escucharlo, me eché a llorar delante del grupo y salí del aula sin haber terminado mi hora. ¿Os imagináis la situación? ¿Cuáles fueron las consecuencias?
- El director me quitó del curso para profesores, pero me dejó seguir con los casi principiantes.
- Yo hice dos cosas que marcaron mi vida para siempre:
- una, seguir siendo teatrera y sacarle el mayor partido posible al Español en directo,
- y dos, ir a la librería Cervantes y comprarme el Esbozo de una Nueva Gramática de la Lengua Española, de la RAE; el Curso Superior de Sintaxis, de Samuel Gili Gaya y la Gramática de la Lengua Española, de Emilio Alarcos Llorach.
Nooooo, no me gasté todo mi sueldo. Mis abuelos, cuando empecé a estudiar en la universidad (1969), me habían abierto una cuenta en la citada librería y pagaban una módica cantidad mensual. Así pude comprarme libros durante muuuuchos años.
En esos libros encontré la respuesta a esa y otras miles de preguntas. Descubrí mucho tiempo después que no solo había invertido en libros. También en conocimientos. Fue la metáfora de Widdowson la que me descubrió que, con todo lo que estudiaba, me estaba haciendo «banquera». Fue cosa mía convertir aquella gramática teórica y normativa en gramática pedagógica. Pero esa es otra historia.
Antes de que se me olvide, aquí os dejo la cita y la fuente donde encontré la pista.
Para llegar a acumular «un capital gramatical» en mi cuenta, tuve que pasar por muchos momentos de dificultad que os iré contando.
Hace mucho tiempo que la buena gente que me rodea y que conoce mi trabajo desde «el origen de los tiempos» ―como diría Manolito Gafotas―, me viene animando a hacer esto. Y yo le he ido dando largas, unas veces porque había algo inmediato y más urgente que hacer o bien por pensar que mis batallitas no serían del interés general.
Hoy en día tengo más tiempo y, además, he reaccionado al ver por todas partes la invasión de las actividades enlatadas… Y lo que me ha hecho reaccionar definitivamente ha sido este artículo que os recomiendo: https://www.instagram.com/p/DLFYo9iJli6/?igsh=MTcyMDd0M3B4eHByaw==
Seguiré contándoos batallitas. Porfa, hacedme saber si os interesan. Muchas gracias por leerme y por estar ahí.